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Hablemos solamente de lo que nos gusta.

François Truffaut

El Derecho como construcción humana y social tiene reflejo en cada uno de nuestros gestos y comportamientos como seres sociales y, de la misma forma, su presencia aparece, más o menos destilada, en la literatura universal. Más allá de las grandes obras doctrinales o “científicas” de sobras conocidas como El espíritu de las Leyes de Montesquieu, La democracia en América de Alexis de Tocqueville, la Brevísima relación de la destrucción de las Indias del padre Bartolomé de Las Casas, el De potestate Civili  de Francisco de Vitoria, el Tratado sobre la Tolerancia de Voltaire, El Contrato Social de Rousseau, Dos tratados sobre el gobierno civil  John Locke, De los delitos y de las penas  de Beccaria o Vindicación de los derechos de la mujer  de Mary Wollstonecraft por citar solo algunos, las grandes historias de nuestra literatura han mostrado, más o menos implícitamente,  la presencia del derecho en nuestra realidad diaria. 

Es por ello que, partiendo de alguno de los clásicos universales y otras obras quizás menos conocidas pero no por ello menos relevantes, puede hacerse un rápido viaje por el mundo del derecho, buscar lo que se muestra y lo que se oculta en cada una de esas obras y de esta manera dejar para la reflexión de cada lector, más allá de la pura teoría académica o del puro marco institucional, sobre qué es el Derecho, qué nos dice sobre nosotros mismos y sobre las distintas  sociedades a lo largo de la historia de la humanidad. 

Así pues, este viaje podría empezar con los griegos; “los griegos siempre los griegos” decía Goethe y no se equivocaba. Entre las obras clásicas quizás Antígona sea un buen ejemplo de lo dicho hasta ahora. La obra de Sófocles tiene, como toda obra universal, muchas interpretaciones pero para nuestros propósitos, fijémonos en el enfrentamiento entre el derecho del Estado frente al derecho del individuo, y sobre todo, el apasionante debate sobre el derecho consuetudinario –la costumbre- como fuente del derecho, pues para Antígona la costumbre de enterrar a los familiares muertos, aun siendo su hermano supuestamente un traidor a su pueblo, está por encima de cualquier otra norma establecida por la ley escrita o del Estado, en este caso por encima de las normas decretadas por Creonte nuevo rey de Tebas a la muerte de los dos hermanos. Toda la obra gira en torno a la vigencia de la costumbre y su supuesta supremacía frente al derecho escrito, en este caso el derecho de la divinidad (en su sentido más amplio) frente al derecho emanado por los hombres. El derecho a ser sepultado no puede ser restringido por ninguna otra norma, razona Antígona, y con ello se plantea el derecho al incumplimiento de las normas injustas. La ley está por encima de los individuos y de sus costumbres o prácticas antiguas y debe ser único para todos, razona Creonte. Como se puede constatar todo un tratado de filosofía del derecho. La tragedia aquí es que ambos tienen la razón pero ninguno de ellos toda la razón.

Avanzando en el tiempo podríamos citar uno de los primeros textos de la literatura en castellano, El cantar del mío Cid. En esta obra aparecen muchos asuntos jurídicos. De hecho, se ha dicho que el autor anónimo debía ser necesariamente letrado o notario por el gran conocimiento del lenguaje jurídico de la época que muestra en todo momento. Entre los muchos asuntos que plantea o que tácitamente se encuentran presentes en el mito del Cid, el primero de ellos es de carácter sucesorio al asumir Alfonso VI el título de rey al morir su hermano Sancho II sin descendencia, la famosa jura de Santa Gadea que obliga al rey a requerimiento del Cid a pronunciarse sobre sus actos de acuerdo con el derecho de servidumbre  y que en la época medieval tenía el valor de un contrato entre el Señor y sus siervos. También el exilio del Cid plantea distintos debates jurídicos como la obligación de los siervos de no dar alimento ni refugio al Cid y sus vasallos dentro del territorio gobernado (en algún caso bajo propiedad) del Rey. Algo que por cierto no afecta a su mujer y sus hijas que quedan bajo la protección del abad del monasterio de San Pedro de Cardeña en Burgos bajo un contrato de alojamiento. La salida del Cid con sus tropas que estaban obligadas a seguir el destino de su señor está llena de servidumbres de paso y una vez llegado a la tierra enemiga, se establece un derecho absoluto de circulación de paso y de conquista.

No hace falta extenderse sobre el derecho de conquista (Reconquista en nuestro caso) como una forma de adquisición de la propiedad de la tierra con todo lo que en ella hay, incluido los siervos y la obligación de entregar una parte del botín al Rey (a pesar de que el Cid, en su condición de exiliado no estaba ya sometido a las normas del contrato de vasallaje). También el tema del honor, que  tan  vigente se encuentra ahora en que la nueva tecnología digital permite una total intrusión en la vida privada de las personas, tiene un papel importante en la defensa de sus hijas por el Cid debido a la afrenta de Corpes. Por otra parte, el derecho de familia queda perfectamente esbozado en el episodio en que el Cid pide justicia y solicita reparar la afrenta y la devolución de la dote que es tratada no como un regalo o donación sino como aporte de una de las partes al régimen común que debe ser devuelta si hay incumplimiento de contrato y la anulación del matrimonio. También en este episodio se trata de la figura del apoderado y los límites del otorgamiento de poderes por parte del Cid, que deja que dos de sus capitanes lo representen, mediante un mandato expreso, en el duelo con los Infantes de Carrión. 

También la famosa obra de Don Juan Manuel El Conde Lucanor, colección de ejemplos y cuentos morales y didácticos donde sale a relucir todo el código de honor de los caballeros. La fama, la onra y la fazienda  son las principales preocupaciones de los nobles de la época. En Juan Manuel el código de honor de los caballeros castellanos y la concepción estamental (por un lado del Conde y por el otro el consejero Patronio) de la sociedad se convierte en código de conducta universal, una de las aspiraciones más acariciadas por cualquier legislador. 

La literatura medieval está llena de referencias jurídicas, en las Crónicas de Jean Froissart, en Tristán e Isolda, y en toda la leyenda artúrica recogida en Los hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros  del escritor americano John Steinbeck. Y si hablamos de caballeros como olvidar a Tirant lo Blanc de Joanot Martorell y al Amadís de Gaula que tanto contribuyeron a la locura de Don Quijote.

Aunque sea un autor mucho más moderno, Leonardo Sciascia en El consejo de Egipto, trata el final del derecho feudal, de los derechos sucesorios y las raíces de la adquisición de las cartas de nobleza y de las tierras por los antepasados. Un manuscrito antiguo de la época de la dominación árabe de Sicilia, supuestamente encontrado recientemente por el abate Vella (pero que en realidad se inventa) hace peligrar los derechos históricos de la nobleza siciliana. A medida que los sobornos se van incrementando, el abate va modificando los “derechos” de los nobles, permitiéndole a su autor hacer una lúcida reflexión sobre las fuentes del derecho y los mecanismos de la prescripción. La pregunta que se hacen todos a lo largo de la novela es en qué momento estos derechos se consolidan y por lo tanto no pueden ser reclamados por nadie y ser objeto de acción por terceros. 

En particular, Sciascia es un autor especialmente prolífico en temas de carácter jurídico y a través de sus obras puede uno encontrar múltiples referencias a la aplicación del derecho en la sociedad siciliana en obras como A cada cual, lo suyo donde un asesinato va desgranando las relaciones jurídicas entre los habitantes de un pequeño pueblo siciliano o Los Apuñaladores sobre un crimen múltiple simultáneo instigado por los nobles sicilianos deseosos de restaurar sus privilegios y las normas arbitrarias y corruptas que regían antes de la implantación de los códigos civiles de inspiración revolucionarios bajo la inspiración del código Napoleónico. La dicotomía entre la razón y la “verdad” como dice su protagonista, del derecho codificado frente al derecho de privilegios y de costumbres irrenunciables. 

Por su parte en su novela Puertas abiertas la historia se sitúa en la época de la Italia fascista en la que Mussolini lanza su lema en el que en Italia “se duerme con las puertas abiertas”. A cambio de esa seguridad se vulneran los derechos fundamentales, se intensifica la pena de muerte, los juicios rápidos en un marco de pocas garantías constitucionales, que  aseguran que nadie contradiga las palabras del Duce. 

Las deudas que luego hay que pagar a los usureros, la servidumbre, la sujeción de la Iglesia (aun gozando de una jurisdicción separada y exención de impuestos) y de cómo la nueva burguesía que sale de la unificación Italiana va adueñándose de las tierras y de las riquezas producto del trabajo de sus aparceros, generando una nueva dependencia entre arrendatarios y arrendadores son, entre muchos otros temas recurrentes de otra obra maestra nacida de la mano de otro escritor siciliano, Giuseppe Tomasi di Lampedusa. En su famosa obra El Gatopardo, se retrata de forma magistral como el derecho civil va adaptándose a la nueva clase social en auge: la burguesía y como ésta va apropiándose de los recurso que el Derecho le ofrece para proteger sus intereses y su nueva fortuna. Y no solo eso la novela hace una revisión del derecho internacional, tratándose de unificación de territorios soberanos, y del derecho político y de los poderes de la monarquía surgida de la unificación. 

La versión española de El Gatopardo sería Bearn o la sala de les nines, en su título original novela del año 1956 (en su versión castellana, la versión catalana solo pudo publicarse unos años más tarde) de Llorenç Villalonga. Ambas novelas son prácticamente coetáneas (El Gatopardo se publicó póstumamente dos años después) y plantea los mismos debates sobre la propiedad y las obligaciones de los arrendadores de las grandes extensiones de tierra en manos de la gran nobleza mallorquina. Pero además, la novela introduce la figura, tan habitual en aquella época, de los derechos (o más bien de la falta de ellos) de los hijos ilegítimos y los derechos de sucesión, así como la importancia del albacea y del administrador de las tierras de los grandes señores.

Hasta aquí, muchas quedan en el tintero, la visión del derecho antes de la época industrial y como va evolucionando hasta que lleguemos a la época de la expansión de las grandes empresas y el capitalismo en todas sus formas. Puesto que esto supondría alargarnos demasiado, esperaremos otra ocasión para hacerlo.

Juan Ramón Balcells

Abogado de profesión y vocación con una cariz plenamente internacional y con una larga trayectoria y experiencia.

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